En la publicación online Science Daily apareció
hace dos años un artículo sobre la relación entre música y lectura. El
artículo, titulado “Music education can help children improve reading
skills”, hacía referencia a un estudio realizado por Joseph M. Piro y
Camilo Ortiz en la Universidad de Long Island sobre el efecto que la
formación musical durante varios años consecutivos (el estudio se
extendía hasta tres años) tenía sobre la adquisición de capacidades en
dos aspectos concretos del aprendizaje de la lectura en niños de
educación primaria: el vocabulario y la secuenciación de contenidos
verbales. La investigación comparaba el desarrollo de estas capacidades
en dos grupos de escolares de diferentes colegios, uno de los cuales
incluía en su diseño curricular la formación musical. En concreto los
alumnos de este centro habían recibido clases de piano durante tres años
consecutivos, con un progresivo nivel de complejidad. Los resultados
demostraron un mayor grado de desarrollo de los dos aspectos estudiados
en los 46 alumnos que habían recibido formación musical, frente al
alcanzado por los 57 que no habían tenido ningún tipo de relación de
aprendizaje con la música.
Normalmente
suelo ser bastante crítico con este tipo de estudios, principalmente
por dos motivos. El primero es que resulta muy difícil, si no imposible,
valorar y cuantificar de forma científica factores primordiales en esa
etapa formativa de los niños como son: la propia figura del maestro y
los recursos que éste emplea en la práctica diaria de la enseñanza de la
lectura; la motivación que los niños reciben tanto del docente como de
su entorno social y familiar para interesarse por leer; o la
idiosincrasia de cada aula. En los casos en que la cohesión del
grupo-clase es fuerte permite un mayor avance en la dinámica de trabajo
diaria y, con ello, una mejor consecución de los objetivos pedagógicos.
La segunda crítica a este tipo de estudios es que reducen la música, su
aprendizaje y el enriquecimiento que ella tiene para el ser humano a una
mera funcionalidad en pro de un beneficio añadido para otras
actividades, supuestamente de mayor importancia en el desarrollo de la
persona, como la adquisición de capacidades lectoras o la facilidad para
el cálculo matemático. Sin embargo, el referido estudio llamó mi
atención no tanto por lo que decía sino por lo que no, por las
cuestiones que, desde mi perspectiva y orientación investigadora,
resultan más interesante de estudiar: las similitudes, tanto a nivel
perceptivo como experiencial que para el niño tienen la música y la
lectura, las diferentes aproximaciones prácticas que desde el aula se
ponen en marcha en los procesos de enseñanza y, finalmente, el grado de
desarrollo de la creatividad en el niño a través de los distintos
procesos de aprendizaje de ambas actividades.
Los
avances en neurociencia cognitiva de las últimas décadas han desechado, o
al menos reorientado severamente, los argumentos sobre la
especialización hemisférica: la idea de que la mitad izquierda del
cerebro y la mitad derecha realizan funciones cognitivas diferentes.
Popularmente se ha identificado al hemisferio izquierdo como analítico y
el derecho como artístico. Sin embargo, dicha división es demasiado
simplista. En los procesos de análisis y pensamiento abstracto
participan ambos lados del cerebro. Como afirma el músico y
neurocientífico Daniel Levitin, la actividad musical implica el
funcionamiento de prácticamente todas las regiones del cerebro sobre las
que se tiene conocimiento:
Escuchar música es un proceso que empieza con estructuras subcorticales […]: los núcleos cocleares, el tronco cerebral, el cerebelo. Luego asciende al córtex auditivo de ambos lados del cerebro. Intentar seguir música que conoces (o al menos música en un estilo con el que estés familiarizado, como la barroca o el blues) recluta regiones adicionales del cerebro, entre las que se incluye el hipocampo (nuestro centro de la memoria) y subsecciones del lóbulo frontal, en especial una región llamada córtex frontal inferior, que está en las zonas más bajas del lóbulo frontal […]. Zapatear al compás de la música, físicamente o sólo con el pensamiento, exige la participación de circuitos cronometradores del cerebelo. Interpretar música […] exige de nuevo la participación de los lóbulos frontales para la planificación de la conducta, así como del córtex motriz del lóbulo parietal y del córtex sensorial, que proporcionan retroalimentación táctil que te indica que has presionado la tecla correcta de tu instrumento o movido la batuta como pensaste que lo hacías. Leer música exige la participación del córtex visual, situado en la parte de atrás de la cabeza, en el lóbulo occipital (Levitin, 2008:94).
La
lectura, la escritura y el habla (las tres actividades mantienen una
intensa asociación entre sí a nivel cognitivo) comparten gran cantidad
de procesos cerebrales con la escucha, la interpretación o la lectura
musical. No existe, por tanto, un centro específico del lenguaje en
nuestro cerebro, como tampoco existe un centro específico para la
música. La neuroplasticidad, la capacidad que el cerebro tiene para
reorganizar sus funciones en distintas regiones, pone de manifiesto
incluso que la especificidad regional puede ser temporal, como han
demostrado ciertos casos en los que, tras un trauma o una lesión
cerebral, los centros de procesamiento de funciones mentales importantes
se desplazan a otras regiones en el cerebro. Esta neuroplasticidad es
mucho mayor en niños y en adolescentes que en adultos. Esto es debido al
proceso que el cerebro sigue, a lo largo de las diferentes fases de la
vida de una persona, en el establecimiento de sus redes y conexiones
neuronales. Tras el nacimiento, nuestro cerebro pasa por un periodo de
desarrollo neuronal que se mantiene durante los primeros años de vida.
Se forman más conexiones neuronales y con más rapidez que en cualquier
otra etapa de la vida. Durante la etapa media de la infancia estas
conexiones comienzan a podarse, y el cerebro mantiene sólo aquellas más
importantes y que utiliza con más frecuencia. Los conocimientos y
habilidades que adquiramos con posterioridad a este periodo se
canalizarán a través de esta red de conexiones neuronales que el cerebro
mantiene activas. Como explica Daniel Levitin, “la estrecha proximidad
del procesamiento de música y habla en los lóbulos frontal y temporal, y
su solapamiento parcial, parece indicar que los circuitos neuronales
que se reclutan para la música y para el lenguaje pueden iniciar su vida
indiferenciados” (Levitin, 2008:138). Posteriormente, con el desarrollo
neuronal basado en la propia experiencia de vida y la exposición a
estímulos del mundo exterior, el niño acaba creando unos circuitos de
conexiones neuronales más o menos dedicados a la música y otros más
centrados en la decodificación del lenguaje. Sin embargo, tal y como
propone Ann Patel en su hipótesis de servicio de integración sintáctica,
hay ciertos recursos que dichas vías pueden compartir. Por otro lado,
recientes estudios han constatado que la neuroplasticidad cerebral se
mantiene en la edad adulta. Las investigaciones llevadas a cabo por
Eleanor Maguire, han puesto de relieve que el hipocampo posterior
(responsable de la orientación espacial) es mayor en los taxistas que en
los no taxistas de la misma edad (y su tamaño guardaba relación directa
con el tiempo que el taxista había estado conduciendo), y experimentos
como los de Álvaro Pascual-Leone han demostrado cómo las adaptaciones de
las distintas áreas cerebrales se producen en periodos de actividad
específica de tan solo cinco días. Como en todo desarrollo cognitivo
que combine un porcentaje de herencia genética y otro de aprendizaje a
través de la socialización, existen diferencias individuales en el nivel
de establecimiento de nuevas conexiones y en el grado de solapamiento
de las diferentes regiones cerebrales en los procesos mentales
relacionados con la música y el lenguaje. Estas diferencias obedecen a
multitud de factores, algunos de origen genético y otros directamente
relacionados con la estimulación, el aprendizaje, el entorno y,
consecuentemente, la adquisición de experiencias cognitivas.
Durante
toda nuestra vida, la experiencia diaria de la percepción de estímulos
va creando en nuestra memoria a largo plazo un “banco de datos” en el
que se encuentran almacenadas todas las formas sonoras, visuales,
olfativas, táctiles, etc. que somos capaces de reconocer. En éste se
guardan todas las reglas de comunicación aprendidas, normas arbitrarias,
usos, así como experiencias directamente personales y aquellas propias
del entorno social y cultural al que el individuo pertenece. En el caso,
por ejemplo, de las formas sonoras memorizadas y reconocibles (que se
comparten tanto en la escucha musical como en el lenguaje), el conjunto
de éstas se organiza en patrones sonoros (Rodríguez, 1998: 140), estructuras de conocimiento abstracto (McAdams, 1996: 3), diccionario de los sonidos-inmediatamente-reconocibles (Chion, 1999: 156) o patrones relacionales
(Storr, 2002: 213). El cerebro identifica las formas sonoras,
constituidas a partir del análisis y clasificación en la etapa anterior,
con las existentes en nuestra memoria auditiva. El reconocimiento de
estas formas entre los múltiples patrones sonoros de que disponemos
permite otorgarle un sentido. La creación de este “banco de memoria”
supone un proceso de aprendizaje cultural multidimensional, que se
inicia con las variaciones de presión que el feto siente en el vientre
materno (el sentido de la audición se desarrolla en el feto a los cinco
meses de vida) y con los dos ciclos de palpitaciones cardíacas
procedentes de su propio corazón y el de su madre. Tras el nacimiento,
el niño comienza a registrar todos los sonidos que percibe. En ese
proceso constitutivo tiene lugar una importantísima fase, el “laleo”, en
la que el niño reproduce los sonidos que oye. Es interesante destacar
dos aspectos dentro de este proceso para entender cómo se produce la
asimilación del estímulo: en primer lugar la transposición de los
sonidos hacia el registro agudo. El registro vocal del niño, con su
aparato fonador sin terminar de constituirse completamente (la
definición de la voz en el ser humano se produce en la fase de
adolescencia), es rico en frecuencias agudas, por lo que, para repetir
los sonidos que percibe (sobre todo los procedentes de humanos adultos),
de tesitura más grave, transporta una octava esos sonidos (esto explica
la tendencia culturalmente aprendida por los adultos de hablar al niño
en un registro más agudo que el que normalmente empleamos en nuestras
conversaciones, y que el niño se sienta particularmente atraído por esta
articulación). El segundo aspecto a destacar es la duplicación de
sílabas en el laleo. Como explica Jacques Ninio: “para pronunciar tal o
tal otra sílaba “a discreción”, es preciso haber establecido la relación
entre el orden de emisión y su memoria acústica; por tanto, es
necesario que el orden y la huella resulten accesibles al mismo tiempo.
Las oportunidades de coincidencia aumentan cuando el mensaje sonoro se
forma a partir de la repetición de una sílaba. Cuando el niño dice “pa”,
el cerebro establece el vínculo entre la emisión del segundo “pa” y la
escucha del primero (Ninio, 1989:249; citado en Chion, 1999:38).
Por
otra parte, existe un proceso paralelo a lo largo de nuestra vida en el
cual establecemos continuamente asociaciones emocionales con nuestras
percepciones sonoras. Podemos entonces definir una memoria de
experiencia afectiva en la que se inscriben todas estas asociaciones. La
afectiva es sin duda una dimensión que influye en y determina incluso
el desarrollo de nuestro proceso de aprendizaje cultural, de la misma
manera que éste actúa sobre el tipo de asociaciones emocionales que se
producen en cada uno de nosotros. En su obra Teoría de los sentimientos, Castilla del Pino expone la importancia de la memoria emocional del sujeto para caracterizar el objeto ante el que se expone:
El
procesamiento informativo tiene repercusión emocional si y sólo si se
acompaña de una serie de connotaciones que el sujeto confiere al objeto y
que lo elevan a la categoría de objeto simbólico “personal”,
biográfico. La memoria juega un papel fundamental en este proceso,
porque las connotaciones que atribuimos al objeto proceden de nuestra
experiencia biográfica previa, no surgen de inmediato. Aun cuando el
objeto sea, por decirlo así, nuevo para el sujeto, siempre se asocia a
otro u otros objetos de experiencias anteriores, de forma que preexisten
en el sujeto respuestas ante el objeto de carácter modular, esto es, en
forma de patterns (Castilla, 2003: 25).
La programación neurolingüística (PNL)[1]
parte de las mismas conclusiones sobre nuestra percepción para
construir su modelo de aprendizaje dinámico ROLE (Representational
Systems; Orientation; Links; Effects): los distintos parámetros del
estímulo percibido se organizan en submodalidades de los sistemas representativos, mientras que la orientación
“nos señala si una representación sensorial específica está enfocada
externamente hacia el mundo o internamente hacia experiencias recordadas
o construidas”(Dilts y Epstein, 1997: 51). Los nexos (links)
establecen cómo se asocia una determinada representación sensorial con
las restantes. Estas asociaciones puede ser secuenciales, actuando como
catalizadores (la escucha de un sonido es seguida de la aparición de un
sentimiento), o simultáneas, producidas mediante la sinestesia (se
siente un sonido o se escucha un sentimiento). Los efectos de
cada uno de estos procesos pueden ser, según este modelo, “generar o
incorporar una representación sensorial, poner a prueba una
representación sensorial específica o cambiar parte de una experiencia o
un comportamiento en relación a una representación sensorial” (Ibíd).
Volviendo
a la línea principal de mi exposición, todo lo analizado hasta ahora me
lleva a considerar de manera especial la estimulación que el niño
recibe en su proceso de aprendizaje musical y lector, especialmente en
lo referente a las dinámicas y los recursos que el maestro pone en juego
en las clases y que van a determinar, al menos en gran medida (no
olvidemos los factores ambientales, de entorno familiar y sociocultural,
entre otros), el modo en que el niño va a interiorizar ese aprendizaje,
y cómo se va a configurar en su mente la relación entre ambos. Para
ello he realizado un pequeño estudio de campo a partir del trabajo
docente en dos centros de mi propia localidad, uno dedicado a la
enseñanza musical (la Escuela de Música Albéniz) y otro de Educación
Infantil (el Colegio Santa Ana). En ambos casos el rango de edad de los
niños es el mismo (3 a 5 años) y la enseñanza recibida supone el primer
contacto de los alumnos tanto con la música como con la lectura (en la
Escuela de Música Albéniz la enseñanza se estructura en un programa
formativo de dos años de duración de Iniciación a la Música, mientras
que en el Colegio Santa Ana se enseña al niño a leer y escribir en el
segundo y tercer año de su periodo de Educación Infantil). No pretendo
aquí establecer los principios de los distintos métodos de enseñanza
musical o lectora, sino simplemente extraer, a partir de determinadas
dinámicas de trabajo puestas en práctica en la clase, algunas
conclusiones sobre las posibilidades que la interacción de ambos
procesos de aprendizaje puede tener de cara a la incorporación de las
distintas capacidades a la experiencia cognoscitiva del niño.
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